UNO
Lillí llegó unos minutos más tarde de lo pactado. Su cabello rubio, lacio, largo, clásico denominador de su clase, vá ligeramente despeinado. Camina en esas botas planas que compró en Italia, aún en epocas felices, de congresos de él que se traducían en vacaciones de ella, de tardes solitarias en Trento y noches bailando al compás incesante de la computadora portátil que él había comprado tiempo atrás en Chicago, de apodos laxos, permisivos pero caprichosamente elegidos. No hay nada que temer. Nunca lo hubo.
DOS
Lillí baja las escaleras, abre la puerta con un balanceo leve de sus caderas, latinas, redondas, arma letal. Lo mira fijo a través del espejo que revela que la voz que le inquirió "¿Liliana?" en el portero eléctrico, no es otra cosa más que un espejismo del que hombre que alguna vez fue. Del hombre que la reducía a una flecha siempre apuntando hacia él, ya no queda nada.
TRES
Lillí llama el ascensor. Cuarenta segundos la separan del piso. Cuenta en voz baja. Sabe que vá al matadero. Que vá a recibir vaya uno a saber cuántos balazos. Puede sentir el gusto metálico de la sangre en las encías. Tararea una canción de Marisa Monte. Uno, dos, tres. Jamás vió su vida en treinta segundos.
DOS
Lillí baja las escaleras, abre la puerta con un balanceo leve de sus caderas, latinas, redondas, arma letal. Lo mira fijo a través del espejo que revela que la voz que le inquirió "¿Liliana?" en el portero eléctrico, no es otra cosa más que un espejismo del que hombre que alguna vez fue. Del hombre que la reducía a una flecha siempre apuntando hacia él, ya no queda nada.
TRES
Lillí llama el ascensor. Cuarenta segundos la separan del piso. Cuenta en voz baja. Sabe que vá al matadero. Que vá a recibir vaya uno a saber cuántos balazos. Puede sentir el gusto metálico de la sangre en las encías. Tararea una canción de Marisa Monte. Uno, dos, tres. Jamás vió su vida en treinta segundos.