Rosario y Nicolás son personas a las que todo les quiero perdonar.
Rosario viene metida en una cajita y escribe cosas que quisiera haber escrito yo.
La imagino viajando en ómnibus, la imagino cocinando unas milanesas de soja incomibles.
Y quisiera invitarla a pasear por Lanús y que nos contemos cosas de la vida y del amor,
mientras merendamos con lengüitas de gato compradas de una lata grande y vieja,
envueltas en plástico duro y ruidoso.
Nicolás no decía ni hola pero vino con un cartel de "Reservado",
me esperaba afuera con un globo rojo mientras que yo llegaba tarde,
cansada después de correr de un lado al otro repetidas y agotadoras
carreras contra las leyes de la física. El trabajo no siempre es salud.
Cierro los ojos y me veo acurrucada y calentita en junio,
haciéndome la dormida mientras lo miro dibujar una versión
de mis propios José Manuel y Mercedes, mis Voligs y mis cutypastes.
Abro los ojos y de mis retinas salen imágenes proyectadas en la pared,
gatos en Nueva York, cuadernos desparejos, olores en la cocina.
Y tengo todo para perdonarme.