Son esos momentos en los cuales debería sentirme liberada, más liviana, sin la necesidad de hacerlo. Después de todo debería ver que me han quitado un peso de encima, ¿no?
¿No era esto lo que tanto quería? Que él se vaya, que me deje sola y así poder seguir caminando sin piedrita en la zapatilla. O en los zapatitos negros boca pez. O en las plataformas negras que me compré en la liquidación. O en las Havaianas color coral. Y mirá que es jodido que se te meta una piedrita en la Havaiana. Pero esta piedra, que supo ser piedra preciosa, se metió. Y mucho. Y como cuesta sacarla. Porque, sí, todavía está ahí. Como que no se quiere ir del todo. Como que de repente me mira con esos ojos tristones y esa boca con forma de corazón y susurra con esa tranquilad tan impune: "Todavía puedo ignorarte más". Y yo pienso: "Analizame las partículas, vi". Pero no. Ya no. Él ya no quiere poner a temblar mi estructura molecular. Se queda con Litio 7. Y el acelerador de partículas Tandem. Y Argonne. Y Hay Yung Lee. O como carajo se escriba. O no. O simplemente no se quiere quedar conmigo. Y está bien. Y lo sabemos todos. Pero aún así, extraño esos vacíos juntos, esos domingos pesados y fríos, esos eternos mails en un Inglés de mierda, esos abrazos desparejos de mi metro cincuenta y nueve - sesenta si respiro profundo - y su hermoso metro ochenta y cinco, los helados de frutilla, las ganchas compartidas en el Peruano de Matheu, su opinología, su moda retro, su perfume viril, su eterna seriedad. Él me pide perdón por su decisión. Pero apuesta a que sea lo mejor. Y yo le creo. Porque él nunca se equivoca. Porque él todo lo sabe. Pero sobre todo, porque se vá la piedra -que aún brilla, pero... ¡mierda, como lastima!- del zapato.